El principal vínculo, el más significativo, es el que se establece entre la madre y el hijo/a. Con la madre fuimos uno mientras estuvimos en su vientre y luego seguimos íntimamente unidos a ella durante la infancia. El vínculo con la madre es fundamental para la supervivencia. Se consolida como un vínculo afectivo sano y seguro cuando existe un amor recíproco, de calidad, entre el reciénnacido y su madre.

“Amor de Calidad” implica que el niño se sienta admirado, atendido, amado, cuidado, nutrido, apreciado, percibe afecto y apego, amistad y aceptación. El niño sentirá seguridad si se satisfacen todas estas necesidades en el momento adecuado. El hijo/a que no reciba este cuidado sentirá falta de sintonía,incoherencia, falta de regularidad, inseguridad y miedo ante los progenitores y esto lo proyectará al resto de la sociedad en la edad adulta.

Este vínculo sentará la base sobre la cual se desarrollarán los demás vínculos que establecerá el ser humano con las demás personas a lo largo de su vida. Nos percibimos, literalmente, a través de nuestra madre, como si fuera un espejo para nosotros. Como hijos absorbimos de nuestra madre información sobre lo que sentía hacía ella misma, lo que sentía hacia nosotros y lo que sentía hacia el mundo. Por esta razón, si pensamos en nuestro desarrollo personal, la relación con nuestra madre sirve también como patrón para la relación con nosotros
mismos. Nuestro auto-concepto y nuestra autoestima dependen de esta relación, aprendemos a tratarnos de la misma manera que nuestra madre se trató a sí misma y de la manera en que nos trató.

Es fundamental explorar y sanar la relación con la madre, aunque también con el padre, pero la madre es la que nutre, la que se ocupa de las necesidades (básicas y emocionales) del niño/a, la que da sostén. Hay que analizar en la relación con la madre, si estuvo presente cuando se la necesitaba, si satisfizo las necesidades afectivas o si eran ignoradas, si veía a su hijo o a su hija por sí mismos o como una prolongación suya o más bien como una carga, si estuvo ausente o no se hizo cargo de su responsabilidad, si se comparaba o esperaba la protección del hijo, si admiraba o sobreprotegía, etc. Todo influye en la posterior personalidad del hijo.

A través del padre, entre otros aspectos, aprendemos a regular nuestras emociones, es el que protege y marca  la diferencia entre el hijo/a y la madre, ayuda al desapego de ambos, algo necesario para el desarrollo del niño. En muchas ocasiones, los padres tienen sus propias heridas, carencias de su infancia, sus condicionamientos y limitaciones, sus dificultades para amar incondicionalmente y sostener al niño, ya que ellos mismos no aprendieron a sostenerse y valorarse, etc.

En otras ocasiones, los padres actúan con los hijos haciendo todo lo contrario de lo que recibieron, lo cual también puede ser perjudicial. La madre, de forma inconsciente, puede trasladarnos sus miedos, su ansiedad, su perfeccionismo, su  auto-exigencia, su necesidad de quedar bien, el abandono de sus propias necesidades por satisfacer la de otros, su victimismo, su tristeza, su actitud depresiva, su dolor no resuelto del pasado, lo que supuso para ella la falta de amor y comprensión de sus padres, tal vez la falta de madre o de padre. Tanto si somos hijos como si somos madres, necesitamos reconocer nuestras heridas, ocuparnos de ellas y sanarlas.

Es por ello que existen niños rebeldes, que reclaman la atención que no reciben, niños obedientes, reprimidos, asustados, tímidos, algunos tratan de agradar a su madre, otros intentan ser perfectos, niegan sus necesidades, niños que se refugian en la mente y niños que viven en su mundo para evitar sentir. Las heridas del niño pueden ser por sobreprotección, por exceso de valoración y halago, por abandono, manipulación, comparación, miedo, rechazo, autoritarismo, exigencia, engaño, desconexión, abusos, negligencias, entre otros motivos. Para la hija, su madre es el reflejo de su feminidad, es el modelo con el que se identificará. Sin embargo, el padre es un líder, necesita admirarlo y sentirse segura y amada por él. Si no lo ha sentido o el padre estuvo ausente buscarán rápidamente una pareja para reconocer esto en algún lugar, entrará de forma temprana en relaciones de parejas. Para los hijos, el padre influye en la creación de su identidad, en el “quién soy”, en el aprendizaje de la regulación de sus emociones, su fuerza e identidad. Para el hijo y la hija la relación con el padre también condiciona la autoestima. Si el padre está ausente, la niña no se percibe querida y el niño no conformará de forma adecuada su identidad porque no se identifica con el rol masculino. Si la figura es sustituida por otros cuidadores las consecuencias serán menores.

De estas relaciones depende lo que llamamos “el niño interior” o el desarrollo de nuestro verdadero “YO”. Todos albergamos en nuestro interior un niño herido que no fue amado incondicionalmente, que necesitó protegerse del dolor por ser demasiado vulnerable. Congelamos muchos de nuestros sentimientos y nos construimos una coraza defensiva o máscara para no sentir que no éramos amados como precisábamos. Para sanar esa herida es necesario tomar contacto con el niño interior, ver dónde y de qué manera fue herido, localizar ese dolor física y emocionalmente a fin de liberar la energía bloqueada. Es fundamental perdonar a nuestra madre o padre por lo que
hizo o dejó de hacer, perdonar el daño que nos causó y entender la dificultad que para ella supuso ser madre desde sus carencias.

Las consecuencias de no sanar este vínculo son múltiples. Por ejemplo, en el caso de la mujer representa la referencia del modelo femenino, éste se puede reproducir (imitar) o rechazar (evitar) tanto en la forma de ser mujer, de vivir la feminidad, como a la hora de ser madre. Para el hombre, este vínculo representa el modelo de mujer por el que se va a sentir atraído o va a rechazar. Es decir, condicionará su elección de pareja y la relación que mantenga con ella. Por lo tanto, mientras no madure o sane esta herida, podría continuar reproduciendo el modelo de hijo con su mujer, de la que dependerá y esperará su cuidado, como si de su madre se tratara.

Las investigaciones indican que un vínculo seguro entre la madre e hijo durante la infancia influye en su capacidad para establecer relaciones sanas a lo largo de su vida, cuando los primeros vínculos son fuertes y seguros la persona es capaz de establecer un buen ajuste social, por el contrario la separación emocional con la madre, la ausencia de afecto y cuidado puede provocar en el hijo una personalidad poco afectiva o desinterés social. Según estas investigaciones, la baja autoestima, la vulnerabilidad al estrés y los problemas en las relaciones sociales están asociados con vínculos poco sólidos. Si las experiencias de vínculo han sido negativas y graves, el ser humano es más propenso a desarrollar trastornos psicopatológicos. Son las interacciones madre-niño las que influyen en el desarrollo socio-emocional y en la conducta actual y futura del menor.

Para sanar esta herida y poder continuar como adultos y no como niños con “cuerpos de adultos” tenemos que conectar con el dolor, la rabia, la culpabilidad, la impotencia, la tristeza y reconocer esta herida, ya que aceptarla implica empezar a sanarla. Si tomamos conciencia de nuestra vulnerabilidad, aunque surjan sentimientos de soledad, vergüenza, carencia y/o rechazo, si expresamos estas emociones y necesidades, podemos empezar a madurar.

También debemos entender que nuestra madre o padre tiene o tenía sus propias heridas de infancia, lo que nos lleva a ser compasivos y aceptarla por completo, más allá de sus errores y limitaciones. Es importante reconocer el bagaje familiar y la transmisión del linaje y comprender que no puede ofrecernos nuestra madre aquello que no tiene, que no le enseñaron o que no sabe cómo hacer. Antes o después, y cuanto antes mejor, llega el momento en el que hemos de perdonar, agradecer y valorar lo que nuestra madre ha hecho por nosotros. Tomar lo que de ella proviene como un legado, el que nos corresponde, el que pudo darnos, los fallos y también sus dones.

Al curar esta herida emocional transformas tu vida más allá de lo que puedas imaginar. Nos sentimos plenos y en calma, nos responsabilizamos de nosotros mismos, nos sentimos merecedores de todo lo bueno y sentimos confianza en nosotros mismos. La herida de la madre es una gran oportunidad para aprender. Cuando no aceptamos, rechazamos lo que ella nos dio, estamos negando y rechazando nuestros orígenes, y eso es negarnos a nosotros mismos, lo cual nos inunda de dolor.

La rabia y el resentimiento pueden darnos una falsa sensación de fortaleza, por la arrogancia de creernos mejores que ella. Pero la realidad es que cuando uno no acepta a su madre no puede amarse ni aceptarse a sí mismo.

Aceptarlo todo como fue porque esa fue nuestra experiencia, ese fue el aprendizaje familiar, lo que nos ha hecho ser lo que somos, nuestro legado completo. Honrarla y aceptarla como es nos conduce a la paz y a la reconciliación.

Más allá del dolor de nuestro niño herido también está el dolor de nuestra madre y el dolor que nosotros hemos añadido al rechazarla y juzgarla en ocasiones.

Un hijo sólo puede estar en paz consigo mismo si se encuentra en paz con sus progenitores, lo que significa que los acepta y los reconoce tal como son, algo que nos ayuda a que nuestra alma sienta alivio y nos permita dar paso a nuestra verdadera identidad.